LA EVOLUCIÓN HISTORICA DE LAS FIESTAS PATRONALES DE
LA OROTAVA
MANUEL HERNÁNDEZ GONZÁLEZ
En
primer lugar quiero agradecer al alcalde de La Orotava Don Francisco Linares
García y a la corporación municipal el que me haya designado pregonero de las
fiestas patronales de la villa de este año. Es para mí un honor el glosar la
festividad mayor del pueblo que me vio nacer, unas fiestas en las que algunos
de mis familiares se han implicado directamente a su lustre, entre los que
quisiera resaltar la labor de dos tíos abuelos y de un tío carnal. De los
primeros hablaré de Felipe Casanova Machado, cuya contribución al folclore
insular no ha sido suficientemente reconocida y cuya obra debe ser rescatada,
que no solo inmortalizó junto a Tomás Calamita Manteca La Orotava de principios
del siglo XX en su zarzuela Cosas del
pueblo, sino que dio a luz la canción más universal de su romería Y esto no es una isa, cuyos versos
exaltan a la villa y a sus fiestas al decir en sus estrofas:
Allá arriba el Padre Teide
Y allá abajo el mar azul
Y en el medio La Orotava
Tan bonita como tú.
San Isidro la romería
La fiesta más
bonita
Que hay en Canarias
Canción que entre otras muchas de nuestro folclore
vernáculo preservó en sus grabaciones desde Venezuela otro hijo de la la villa,
Ignacio Pérez González, que junto con otras manifestaciones del folclore
venezolano y canario, nos dejó piezas interpretadas por nuestras más antiguas
agrupaciones tales como la de San Isidro, germen de los Coros y Danzas de la
villa o la Eslava, que fueron grandes impulsoras y rescatadoras de nuestras
tradiciones, discos de vinilo que han sido digitalizados por el Centro de Documentación
de Canarias y América del Cabildo de Tenerife gracias a la colaboración de
Pedro Machado y Domingo Luis.
El segundo de ellos es Norberto Perera Hernández,
uno de nuestros más singulares alfombristas, que, como subrayaba la prensa de
la época, sería el continuador de la labor innovadora de nuestros tapices de
flores emprendida por el virtuoso artista Felipe Machado, tras varias décadas
de realizar el tapiz frente a la casa de Brier. Llegaría a realizar en
diciembre de 1933 una alfombra especial para el documental de la Fox Fortunate Isles, dentro de su serie Las Alfombras mágicas, que sería la
primera iniciativa fílmica de divulgación internacional de nuestras alfombras.
Pero pasaría sin duda a la historia por sus alfombras de la plaza del ayuntamiento
entre 1934 y 1936, la primera de ellas de 1934, dedicada a la central
hidroeléctrica de la villa, la del 35 de tema eucarístico y la de 1936, de tres
grandes tapices, de dimensiones monumentales para esa época, con un medallón
central de 15 por 10 metros y dos laterales de 12 por 11 cada uno, con una
composición con alegoría religiosa y emblemas de la Agricultura y la Enseñanza,
que plasmaba la consecución por el ayuntamiento presidido por Manuel González
Pérez de un instituto para la localidad,
cuya erección se frustraría por más de tres décadas con la guerra civil.
Una contienda que traería su depuración como empleado de la empresa eléctrica
municipal, pese a lo que Norberto Perera seguiría participando en la confección
de las alfombras de flores en diferentes calles de su trazado procesional.
La
tercera persona con la que me unen vínculos familiares que quisiera reflejar en
este pregón es Jesús Hernández Perera, catedrático de Historia del Arte de las
Universidades Complutense y de la Laguna y rector de esta última, que con 23
años colaboró en la redacción del célebre programa del centenario de las
alfombras de 1947, una iniciativa que desarrollaría también por varias décadas
su hermano Domingo, oficial mayor y secretario del ayuntamiento villero. Su
tesis doctoral sobre la Orfebrería de Canarias, premio Menéndez Pelayo, la
primera dedicada a esta rama del arte en España, mostraría la verdadera
dimensión y valores artísticos de nuestras custodias y andas del Corpus.
Los
labradores orotavenses, a imitación de los laguneros, convirtieron en 1590 a
San Benito en su patrono, dedicándole para ello una ermita que sería más tarde
convento dominico de esa advocación. A comienzos del XVII la cofradía de
labradores de la Villa Arriba levantó otra a San Juan Bautista, convertida en
1681 en parroquia. La tardía canonización en 1622 de San Isidro, transformado
en patrón de la capital del Reino, hizo que se expandiera su culto. La de su
esposa, Santa María de la Cabeza, fue más tardía, siendo elevada a los altares
en 1697. En La Orotava tuvo lugar su
culto en el marco de un calvario erigido a la entrada de la villa. En 1669 Fray
Francisco Luis, en calidad de fundador de la orden tercera de penitencia
franciscana de la villa, solicita al cabildo de la isla unos terrenos sitos en
la dehesa comunal para ampliar su calvario erigido en el camino real de entrada
a la población, en las proximidades del llano de San Sebastián donde se
albergaba la antigua ermita que le dio nombre, ya erigida con anterioridad a
1524.
El recinto del calvario era de forma rectangular,
rodeado por una tapia. Se accedía a él a través de una recia puerta de tea con
celosía en su último tercio. Su patio en su parte central se hallaba
embaldosado. Dos hileras de bellos álamos plateados daban en el siglo XIX
sombra a las tres cruces del calvario que estaban orientadas hacia el norte y
que tenían como base una pequeña escalinata. En él en 1695 el presbítero Luis
Rixo Grimaldi Benítez de Lugo construyó una ermita dedicada a Nuestra Señora de
la Piedad. Como refiere en su testamento de 26 de mayo de 1709 la había dotado
con dos misas y la había fabricado a su costa “en el calvario de dicha villa”.
Una de ellas sería para “Nuestra Señora de dicho título el Viernes de Dolores y
la otra para “el glorioso San Isidro labrador que está colocado en dicha ermita
en su día”. Para ornamentos y reparos le
cedió un tributo de 50 reales. Junto con La Piedad, un lienzo de Gaspar de Quevedo,
lo llamativo es la existencia de esa escultura de bulto del santo madrileño
donada por el fundador. Hay constancia de que el gremio de labradores ya le
celebraba fiesta desde 1700. En el 15 de febrero de ese año Juan de Lugo
Navarrete, Manuel González de Abreu, Domingo Yáñez y José Hernández se la
hicieron con “víspera, misa, sermón y procesión”.
La
devoción a San Isidro era cada día más patente, hasta el punto de que era su
denominación más popular a principios del siglo XIX. Sus fiestas del Domingo de
Pentecostés, con su procesión hasta San Agustín, despertaban cada día más el
entusiasmo y el fervor de los villeros. Su mayordomo Domingo Calzadilla
emprendió la reforma de la ermita a principios del XIX. Gastó en ella más de
tres mil pesos. Construyó una sacristía y concluyó su retablo para el que tenía
compuesto, como recoge en su testamento,
de “8 tablones de pinsapo”. En él se colocaron las imágenes que había
encargado de “Nuestra Señora de la Soledad con su hijo difunto en los brazos,
la de Santa María de la Cabeza y la de San Isidro, para todo lo que dejo 200
pesos corrientes y 50 pesos que para este fin me ofreció Francisco Calzadilla
mi hermano”. Financia de esa forma la
Piedad, conocida por el nombre de Cristo del Calvario, un nuevo San Isidro y
Santa María de la Cabeza, las tres salidas del taller del imaginero orotavense
Fernando Estévez del Sacramento en fecha anterior a diciembre de 1814. Destina
“4 ducados al beneficiado por una misa cantada y función en el día de mi devoto
San Isidro, la que se ha de celebrar en su ermita y 5 pesos por el sermón”.
El Corpus se celebraba a la usanza tradicional en la
villa desde la misma conquista, con sus enramadas, bichas, diablos, gigantes,
papahuevos y santos. En 1795 se obedeció una recomendación del obispo Tavira y
se dejó el culto austero al Santísimo en las fiestas de la parroquia de la
Concepción del Jueves y la Octava, aunque permaneció el tradicional en las del domingo,
encomendadas a dominicos y franciscanos y en la de la parroquia de San Juan,
celebrada el 24 de junio desde 1777. Pero con el impacto de la desamortización,
la decadencia de las cofradías y la pérdida de rentas eclesiásticas, la
festividad decayó. Las alfombras fue una tradición que había surgido en el seno
de la familia Monteverde entre los años 1844 y 1846. Uno de sus miembros, la
grancanaria Leonor del Castillo y Bethencourt, hija del Conde de la Vega
Grande, había viajado con sus padres a tierras napolitanas, donde observó tales
tapices florales. En 1844 esa familia hizo una primitiva alfombra en la calle
frente a su habitación con moldes de arcos de pipas. Con ellos formaban arcos
concéntricos que cubrían de flores. Un ensayo que llevó en 1846 a realizar uno
nuevo a partir de un sencillo boceto por parte de Leonor del Castillo, María
Teresa Monteverde y Bethencourt y María del Pilar Monteverde del Castillo.
Durante esos primeros años fueron únicamente ellos los que adornaron con flores
la calle para el paso de la Sagrada Forma. Un antiguo sirviente de la casa se
le ocurrió que se podían rellenar con flores unos arcos de pipa y aumentar con
ello el espacio alfombrado. Al no colocarse juntos sino de tramo en tramo nació
la otra modalidad, los corridos o zaragatas.
A finales de la década de los 50 comenzaron a
realizar alfombras las señoritas de Lugo Viña y la Marquesa de la Florida,
conducta que fue poco a poco secundada por otras familias de la elite por cuyas
mansiones transitaba el Santísimo en la Octava del Corpus. Este hecho explica
que pocos años antes, en el Noticioso de Canarias de 23 de junio de 1854, se
glosen la fiesta de San Isidro del 5 y la del Corpus de 15. A ésta última
acudió mucha gente por la presencia de los músicos del batallón de África y los
de la compañía de aficionados de la villa, dirigida por Lorenzo Machado, y del
Capitán General y Gobernador Civil Jaime Ortega. Se habla de que “como en toda
la isla, es proverbial la pompa y gravedad de las ceremonias de culto en la
iglesia principal de esta Orotava”, pero nada se dice de las alfombras. Como
contraste se describe con todo lujo de detalles los elementos sustanciales de
la de San Isidro. La primera descripción cronológica de la alfombra de los
Monteverde nos la proporciona en 1858 Nougués Secall. Un testigo le refirió que
“las señoritas de Monteverde, que, según dice, ya están instruidas en la pintura,
forman un preciso tapiz con varios dibujos de pájaros y otros caprichos en el
que colocan flores (...). Quedó admirado de la obra cuya habilidad consiste en
distribuir con primor los diversos colores, imitando con la delicadeza del
trabajo y con una paciente inteligencia los objetos que quieren reproducir sin
otro medio para las gradaciones que los diversos colores de las flores”.
En el primer periódico orotavense, La Asociación, un
artículo de 6 de junio de 1869, nos muestra la primera descripción, que
nosotros sepamos, de una fiesta de las flores que supera el restringido marco
inicial de la alfombra de los Monteverde. El texto en cuestión se llama El Mes
de Mayo, Mes de las flores. Tras glosar las de la Cruz y las de San Isidro,
señala: Después se manifiesta la del Corpus, y aunque no debiéramos distraer al
lector con la descripción de una fiesta común que todos los pueblos e Iglesia
Catedral celebran con más o menos concurso y ostentación, sólo lo hacemos con
el fin de decir haberse participado en nuestra localidad por las muchas flores
que adornaban la carrera de la procesión era, pues, una prolongada alfombra. Y
por último hemos tenido el día 30 la sin igual fiesta exclusivamente de flores
en la parroquia de San Juan Bautista y sus alrededores”, pero sin procesión
exterior.
En 1885, por iniciativa de Alberto Cólogan y de
otros jóvenes, se pudo cubrir de flores todo el trayecto de la procesión de la
Octava. De fiesta común, como señala La Asociación, se convierte en patronal.
Paso trascendental en ese proceso lo constituye la unificación de las fiestas
patronales en 1892 con el desplazamiento de la de San Isidro, la prevalente
hasta entonces, desde la Pascua de Pentecostés hasta el domingo posterior a la
Octava. Surge desde entonces en todo su apogeo la Fiesta de las Flores, que
comienza a ser registrada como un festejo llamativo y significativo de la
villa, tal y como reseña el Heraldo de Canarias lagunero de 9 de junio de 1896.
Hasta
1892, en que se cambia a su actual emplazamiento, la fiesta de San Isidro se
celebraba el Domingo de Pentecostés y no el 15 de mayo, su fiesta oficial. La
razón es su conexión, como el Corpus, con las festividades de invocación a la
fertilidad, y por tanto en consonancia con el calendario lunar y femenino.
Pentecostés rememora una fiesta hebrea análoga con un pronunciamiento
marcadamente agrícola relacionada con el fin de la cosecha que daba comienzo en
Pascua, que en la simbología cristiana ha pasado a coincidir con la bajada del
Espíritu Santo a los Apóstoles. No es, por tanto casual que las fiestas locales
del San Isidro villero y el San Benito lagunero coincidan, porque ambas
expresan el agradecimiento de sus labradores por la buena nueva de la cosecha.,
lo mismo que San Telmo con los pescadores y marineros con la estrecha
vinculación de las mareas con las lunaciones-
Como
contraste a la octava del Corpus, San Isidro es la fiesta con más ricos
testimonios documentales del siglo XIX, lo que prueba su carácter hegemónico.
La víspera por la noche recorrían las calles en un elegante y vistoso carro
lleno de flores cinco niñas de la elite simbolizando genios o ninfas. Iban
adornadas con ricos y vistosos ropajes. Recitan versos preparados para el
momento. La carrera finalizaba en el llano de San Sebastián con fuegos
artificiales “de los colores más lucidos y agradablemente diversificados”. Los
campesinos con sus varas gritan los aijides y cantan al son del tambor o la
guitarra. Dos gigantes de tres metros desfilan en el medio de las calles. Son
construidos de cestería y movidos por hombres. Van acompañados de los
papahuevos, enanos vestidos a la antigua. El recorrido entre San Agustín y el
Calvario estaba embellecido por dos soberbios arcos, multitud de flotantes
banderolas pintadas de diversos colores y con varias figuras de animales, rama
alta, palmas y festones de que pendían infinidad de farolillos de papel de
diferentes formas y tamaño. El suelo se alfombra también con motivos florales.
En
el Domingo de Pentecostés por la mañana se verificaba la procesión. El clero
parroquial partía desde San Agustín al Calvario en busca de los santos patronos
que eran conducido por miembros de la cofradía de labradores cargando sus
célebres varas y cantándole aijides. Ascendían hasta el templo, donde se le
tributaba un sermón y bajaban de nuevo. Se conserva uno de 1808 oficiado por el
agustino lagunero Luis de San José Delgado, miembro de la comunidad agustina de
la villa por aquel entonces. Por la tarde doce niños de las familias
principales, seis de cada sexo, se visten con el traje típico campesino. Se
pone en juego una rifa de una yunta de bueyes. La descarga de voladores y el
vuelo de unos globos es la señal de la entrega del premio. A continuación un
corderillo blanco como la leche se presenta al público adorado con cintas y
flores de colores. Es rifado por los doce niños que regresan con dulces a sus
casas. Las indumentarias campesinas, que eran todavía trajes reales, aunque la
elite había comenzado su idealización, precisamente porque no los usaba, se mezclan con las lujosas de las damas
aristocráticas. En los bailes desde la tarde concurre numeroso pueblo que se
acompaña de castañuelas, guitarras y panderetas. Finaliza con dos vistosos
globos que permanecen casi fijos por espacio de media hora, brillando como
estrellas. Los turrones, los muchos ventorrillos, los juegos de toda clase en
el Llano y la Alameda, “las funciones hípicas (vulgo caballitos) y las
representaciones teatrales son al decir de la Asociación en 1869 motivos todos
ellos que atraen numerosa concurrencia comarcana que “puede disfrutar de ella
según su carácter, sus tendencias y su bolsillo”. Una eclosión festiva que
mantuvo tales características hasta la creación de la romería tal y como hoy la
conocemos en 1936.
La
primera descripción amplia que poseemos sobre la fiesta es la del periódico el
Eco del Comercio de 2 de junio de
1855. En ella se dice que la procesión
desde el Calvario hasta el templo de San Agustín se daba comienzo con la marcha
de las yuntas de bueyes engalanadas con cintas y flores y conducidas cada una
por el labrador a quien había caído en suerte en años anteriores. Le seguían
“una multitud de labradores de los campos circunvecinos con sus trajes de
fiesta y llevando alegremente en la mano sus aijadas adornadas también de flores.
Iban también en ella la yunta de bueyes que había de rifarse a la tarde entre
doce labradores pobres de la jurisdicción y una corderita adornada de lazos
encarnados que debía adjudicarse en suerte en uno de los niños que esparcían
flores delante del santo. Por la tarde, a las cinco, salieron del convento de
Santo Domingo dos carros ricamente adornados, en uno representando al Dios
Baco, representado por un niño de Don Juan Lugo y dos pequeños sátiros y en el
otro a Júpiter rodeado de las cuatro estaciones. Recorrieron las principales
calles y se dirigieron al escenario de la fiesta.
La británica Elizabeth Murray con anterioridad a 1859, Mariano Nogues Secall en 1858 y en
fecha indeterminada el poeta romántico orotavense Rafael Martín Fernández Neda,
que colaboró con sus versos en el esplendor de la fiesta con su japa la japa
lomita mía japa a la japa que tiene el día, glosaron la fiesta. La escritora y
pintora inglesa reflejó que San Isidro era llevado en una solemne procesión y
“con el fin de señalar su marcado carácter agrícola, es precedida por una yunta
de bueyes”. Planteó que su celebración en Pentecostés se debía a que tenía
lugar en una época del año en la que abundan los mejores beneficios agrícolas y
la mayoría de los principales quehaceres han llegado a feliz término, las
cosechas de cebada y centeno en parte estaban almacenadas y las de trigo y
maíz se acercaban a la madurez y los
frutales estaban listos para alcanzar su
madurez y proporcionar generosa fruta. Destacó
las figuras de dos feos gigantes que desfilaban por las calles en medio
de un gran griterío y entusiasmo. Eran de cestería y se movían por hombres que
se encontraban en su interior, le llamó la atención también los cuatro pequeños
vestidos alegóricamente como las estaciones. Su procesión recorre el domingo
por la mañana el trayecto desde la capilla de San Isidro hasta el convento
agustino. Dentro de su templo y con las imágenes colocadas en hornacinas se da
comienzo a una misa solemne con música sacra y un sermón en honor del santo. Una
vez concluida, las imágenes retornaban al Calvario. En la plaza proseguía la
fiesta en la que doce niños de las familias principales vestían con el traje
típico del campesino canario y se procedía a la rifa de una yunta de bueyes. A
continuación un corderillo blanco como la leche, engordado para la ocasión, se
presentaba al público adornado con cintas
y flores de todo color para ser rifado por esos doce niños, que regresan
a sus casas con gran cantidad de dulces y caramelos.
Murray
no proporciona, sin embargo, ningún dato sobre la hermandad de labradores. Es
el peninsular Nouges Segall quien en 1858 nos deja la más completa referencia
sobre ella. Muestra como con anterioridad a la fiesta se levantaban los arcos
con banderas y faroles hasta la cercanía de San Agustín y como se bailaba en la
víspera con tijeras a cuyos extremos los danzantes que llevaban fijados fuegos.
Unas veces alzaban este artificio y aparecía formada una estrecha luminosa,
otras en cuadrado, otras en círculo, levantándose en el aire esas cabezas o
apareciendo al nivel de la cabeza de los concurrentes. Al son de la música se
hacía visible en la noche ese fuego cuyo resplandor iluminaba los rostros de
los danzantes.
El
día principal salía la procesión desde la ermita inmediata al calvario que le
sirve de vestíbulo y que era en realidad un jardín. En ese punto introduce como
se hallaban delante de San Isidro “doce labradores pobres con pértigas muy
largas cubiertas de flores que a su final llevan en vez de lanza por remate un
ramo con espigas entremezcladas”, puntualiza que “este país se presta a que el
adorno sea hermosísimo, campeando las magnolias, las azucenas, las rosas, los
lirios, las camelias y otras flores diferentes. Cada palo lleva colgadas cintas
y un pañuelo o tela en forma de gallardete o bandera”. La rifa de la yunta se
efectuaba entre esos doce labradores, “honrando con esa acto de caridad al
santo. Tras ellos seguían a continuación una porción de niños vestidos de
pastores al estilo del país y empuñando también varas floridas. Detrás de ellos
niñas con un disfraz semejante y canastillos de flores deshojadas que arrojan
sobre la tierra por donde pasan las imágenes. La iglesia agustina se hallaba
vistosamente adornada con palmas adosadas a las paredes o entre los huecos entre
las columnas formando unas nuevas naves con sus arcos. Todas ellas se hallaban
embellecidas con rosas, violas y pensamientos.
En la tarde se efectuaba la rifa con un artificio de
una casa que representaba la de San Isidro con doce cintas. Cada labrador tiraba
de una de la que suponía le daría suerte, ganando el que tocaba aquella que
hacía en pos de sí salir una yunta gobernada por San Isidro. El vencedor
gritaba alborozado, mientras que los no favorecidos se arrojaban a su cuello y
lo abrazaban cariñosamente y le saludaban con gritos que todavía tienen el
nombre del idioma guanche, porque se apellidan jijidos”.
La
fiesta de San Isidro con el paso del tiempo fue ganando en intensidad en lo
referente al lucimiento de sus festejos. Así en 1886, como recoge La Opinión de
25 de mayo de ese año, se celebraba en la Plaza de la Constitución la
exposición de ganado entre las 9 y las 11 y media de la mañana, rifándose en
ese período de tiempo un becerro entre los dueños del ganado conducido a esa
feria. A la una de la tarde, después de repartirse por los miembros de la
comisión de fiestas en el Llano de San Sebastián pan a los pobres, el Rey de
los aires hará en ascensión un globo monstruo montado en un asno, amenizando el
acto la banda de música. De dos a cuatro tocaría en la plaza de la Constitución
La banda del Liceo de Taoro y a las 5 una carrera de sortijas fue efectuada en
el paseo del Calvario por varios aficionados, concediéndole como premio la
cinta de anillo más pequeño al que lo
extrajese. Finalizaba la fiesta un paseo de 7 a 11 de la noche en San Sebastián
con elevación de globos de diferentes figuras imitando animales. La comitiva
estaba formadas por significados miembros de la elite local como Nicandro
González, Luis Llarena, Fernando Fuentes, Cándido Acosta, Diego Ponte, entre
otros.
En 1887, como
reseña La Opinión de 6 de junio de ese año, la exposición de ganado excedió a
lo que se esperaba, concurriendo más de cien cabezas de ganado vacuno que
llenaban de uno a otro extremo la alameda, rodeada de una gran concurrencia de
público. Un kiosco se hallaba colocado en el centro de la plaza con arcos de
verdura, espigas y ramaje, terminado por una parte por el escudo de la capital
y por otro el de La Orotava, dedicado todo él por el Liceo al santo patrono
En 1891 se
suspendieron las fiestas de San Isidro y de las flores por existir entre sus
vecinos una epidemia de viruela, exponiéndose a extenderla con la llegada de
vecinos y curiosos de otros pueblos. El creciente protagonismo de la fiesta de
octava de Corpus que, por esas fechas ya había completado con tapices y
corridos todo su itinerario, decidió a la corporación municipal a dictar un
decreto para unificar a las dos en una fecha próxima y convertirlas de ese modo
en fiestas patronales de la localidad. Se había planteado que de esa forma con
la unión de las dos en 1892 se contribuiría a redundar en beneficio de ambas,
pues de ello derivaría mayor concurrencia, por lo que era imprescindible, como
reseña La Opinión de 22 de febrero de ese año, una pronta resolución municipal
al respecto.
Esta
primeras fiestas patronales la festividad de San Isidro fue desplazada dos
domingos más tarde, celebrándose el domingo antecedente a la octava de corpus.
El decreto de la corporación, reproducido en La Opinión de 16 de junio de 1892,
comprendía la procesión el domingo anterior a la octava a las 10 de la mañana
desde su ermita al exconvento agustino por las calles Verde y del Agua. A ella
asistirían junto con la música, una comisión del ayuntamiento, labradores
vestidos al uso del país con sus largas varas encintadas y niños en romería.
Tras la función religiosa, oficiada por el párroco Santiago Benítez de Lugo,
tendría lugar en la plaza de la Constitución la rifa de un novillo entre los
labradores y la bendición del ganado exhibido con acordes de la música y
repiques de las campanas. Una vez concluida será conducido San Isidro a su
ermita en procesión por la calle del Calvario con la misma comitiva.
Sin embargo, al año siguiente se optó por su
traslado al domingo posterior a la fiesta de las flores, como se ha mantenido
hasta la actualidad. La fiesta se mantuvo de esa forma hasta que en 1936 el
Liceo de Taoro la transformó en la romería que hoy conocemos con un itinerario
descendente desde San Francisco en su fiesta principal. Esa entidad cultural de
la villa la convirtió en el prototipo por antonomasia de ese paseo festivo, con
sus carretas reproduciendo escenas de la vida campesina, sus parrandas
folclóricas y su desfile de animales, modelo que su éxito rápidamente expandió
por toda geografía insular, que lo extendió a otras localidades como La Laguna,
Garachico o Tegueste.
Los labradores siguieron con la prerrogativa de
conducir al santo en procesión, adquiriendo ese derecho trasmitido de padres a
hijos, llevando como antaño las célebres aras y cantando en honor de sus santos
patrones sus aijides, pero sin tener ningún estatuto ni respaldo institucional,
solo basándose en la tradición familiar y la devoción por su patrono hasta que
decidieron constituirse como hermandad. Una asamblea general el 12 de julio de
1997 aprobó tales estatutos, que fueron refrendados por el obispado de la
diócesis el 19 de mayo de 1998.En ellos se recoge que su finalidad era
contribuir a la solemnidad de las fiestas, custodiar las imágenes, cargarlas y
ofrecer la colaboración necesaria para su culto y la dignidad de las fiestas en
estrecha obediencia y comunión sincera con los párrocos y con el conjunto de
las autoridades eclesiásticas, una función que los labradores han ejercido
generación tras generación durante tres siglos.
En
1892, como reseñamos, se configuran las fiestas patronales tales y como las
conocemos en la actualidad, aunque en 1897, por las obras de restauración de la
Concepción, las alfombras no se erigieron en la villa de abajo y se dio todo el
protagonismo a las fiestas de San Juan Bautista por coincidir ese año la octava
con la festividad de su patrón, desplazándose San Isidro a principios de junio
a su antigua celebración de Pentecostés. Tal realce alcanzan que en 1901 el
periodista grancanario Francisco González Díaz refleja que la villa encantadora
improvisa “en inmenso taller de tapicería, donde con las flores del Valle se
hacen prodigios que no sabe mi pluma describir. Las floridas alfombras cubren
las calles como espléndidas alcatifas del más puro estilo; mil caprichos
ornamentales, delicadezas, filigranas, atraen y cautivan los ojos. Frente a
algunas casas, extendense tapices de una magnificencia imperial”. Por esos años
destaca particularmente el arte de Felipe Machado y Benítez de Lugo, que
introdujo los medallones e incorporó cereales y legumbres en sus tapices. Fue
la primera persona que realizó el tapiz de la plaza del ayuntamiento, erigida
en 1913. Acaeció ese hecho en 1919 cuando
contaba 83 años de edad, trabajando en ella ininterrumpidamente hasta 1929. Fue
precisamente esa monumental alfombra la que más transformaciones ha sufrido en
el tiempo. Sería un nieto de Felipe Machado, el arquitecto Tomás Machado Méndez
Fernández de Lugo, artífice del tapiz del centenario en 1947, el que asentaría
de forma definitiva su mayor rasgo de originalidad, el empleo de tierras
volcánicas del parque nacional de las Cañadas del Teide. A partir de ese año los
tapices cubrirá ya toda la plaza. Aplico en ella también las ventajas de la
perspectiva caballera con la aplicación de la corrección óptica. Un arte que se
consolidará en el empleo de tierras volcánicas con Pedro Hernández Méndez que,
como reflejó Antonio Sebastián Hernández Gutiérrez, alcanzó una exuberancia
cromática y un gran efectismo, e incorporó las
transparencias, los sfumatos, la mezcla óptica y el trompe-l’oeil.
Nuevas generaciones de alfombristas
continuaron creando obras de arte efímero en nuestras calles y plazas con el
empleo de flores y tierras volcánicas contribuyendo a fraguar lo que constituye
sin duda una de las más señeras manifestaciones de la identidad villera: sus
fiestas patronales de San Isidro y la Octava de Corpus, cuyos rasgos, adaptados
y transformados por el paso del tiempo y la evolución de la sociedad, son un
cumplido testimonio de la idiosincrasia de La Orotava y de la forma de ser de
sus habitantes.